dissabte, 21 d’octubre del 2017

España debe enfrentarse consigo misma






España se exhibió el domingo al mundo de la peor manera que podría hacerlo.
De acuerdo con las autoridades catalanas, cerca de 900 personas que abarrotaban los colegios donde se votaba resultaron heridas por la acción de la policía en una embestida brutal que ha escandalizado al mundo, viendo la resistencia pacífica de quienes defendían las urnas. Más de dos millones de catalanes votaron, el 42 por ciento del censo, y 90 por ciento a favor de la república catalana. Lo hizo desde el jugador del FC Barcelona Gerard Piqué hasta Neus Català, superviviente del Holocausto, a sus 102 años de edad. La policía solo pudo parar la votación en algunos puntos concretos. Pero al alcanzar ese clímax, España ya había perdido a Cataluña.
Más allá del debate sobre la legitimidad de un referéndum no pactado entre Cataluña y España, la acción del gobierno de Mariano Rajoy ante esta crisis ha puesto en evidencia el grave y verdadero problema que arrastra el Estado desde 1978, cuando se aprobó la Constitución tras la muerte del dictador Francisco Franco. Fue reformada en 2011, en plena crisis económica, para modificar su artículo 135 con los votos del Partido Popular (PP) y del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —de derecha y centro, respectivamente— para establecer como prioridad el pago de la deuda pública antes que cualquier otro gasto, una reforma que indignó a miles.
La Constitución fue aprobada en un momento excepcional, a pesar de un fascismo todavía activo y un Estado que se quería presentar como nuevo y democrático conservando las estructuras del que aspiraba a liquidar: la misma policía, algunos jueces, ministros y funcionarios del régimen franquista; sin juicios a los responsables de los crímenes de la dictadura, sin elección entre monarquía o república, con un rey impuesto por el dictador y ruido de sables por doquier.
Cuarenta años después, quienes tienen menos de sesenta años y no pudieron elegir, e incluso algunos de quienes votaron entonces, reclaman que se abra de una vez un debate. Partidos como el PSOE, Podemos, los distintos partidos nacionalistas o Ciudadanos ya se han mostrado dispuestos a empezar a debatir sobre ciertas reformas constitucionales, con posturas —eso sí— distintas sobre el modelo de Estado (monarquía o república), o la relación con las naciones que lo conforman. Aunque no existe un consenso sobre los artículos que deberían ser objeto de revisión, el debate está sobre la mesa. Y ese es el problema del Estado desde 1978 que se evidenció estos días en Cataluña: la negativa a mirarse al espejo, a superarse a sí misma y a escuchar a sus ciudadanos.
A lo largo de los últimos años, sobre todo tras el rechazo por parte del Tribunal Constitucional a la reforma del estatuto de autonomía catalán en 2010, el sentimiento independentista ha ido en aumento. Aunque quizá en un referéndum pactado con el Estado no hubiese ganado la opción independentista, gran parte de la ciudadanía hoy ya se muestra favorable a una consulta sobre el derecho a decidir.
Esconder o minimizar un conflicto político de tal magnitud nunca lo va a resolver. Permanece, se enquista, y al final estalla, como hemos visto desde hace tiempo con el tema catalán. A pesar del discurso que entonan al unísono PP y PSOE –quinta y tercera fuerza en Cataluña, respectivamente, muy por detrás de los partidos independentistas– y reforzado por todos los grandes medios de comunicación españoles, públicos y privados, basta con visitar Cataluña para darse cuenta de que existe una realidad bien distinta. La normalidad reina en las calles y la gente debate sin temor.
A quienes vivimos en España y conocemos Cataluña no nos sorprende el abismo que existe entre dos relatos completamente distintos. Tampoco que quienes se muestran contrarios a que Cataluña decida su futuro por sí misma, avalen la brutalidad policial de las últimas semanas pidiendo arrestossuspensión de la autonomía y ocupación militar. Es la obstinación que arrastra el Estado español desde hace décadas, la arrogancia de quienes ayer gritaron al futbolista del FC Barcelona “¡Piqué, cabrón, España es tu nación!”durante un entrenamiento, o quien hace alarde de su catalanofobia sin complejos ridiculizando a todo un pueblo que hace décadas que no se encuentra cómodo en este escenario.
La muestra de la torpeza de este Estado ante el conflicto no podía ser más gráfica: 15.000 policías ocuparon Cataluña, presentándose en pequeños pueblos que nunca habían visto a ningún agente antidisturbios en sus calles. Las imágenes de los agentes golpeando y disparando gases y balas de goma contra la población, arrancando urnas, rompiendo puertas a mazazos y arrastrando por los pelos a quienes se resistían pacíficamente marcarán para siempre a todo el pueblo catalán, y ya han empezado a despertar dudas e indignación en gran parte de ciudadanos del resto del territorio de España.
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Oficiales de la Policía Nacional de España decomisan una urna de votación en un allanamiento a una clínica de salud durante el referéndum, el 1 de octubre, en Lérida, Cataluña. CreditAdria Ropero/European Pressphoto Agency
Así lo demuestran las enormes concentraciones que tuvieron lugar la tarde de domingo en ciudades como MadridValencia o Sevilla. El domingo Cataluña también estaba llena de observadores internacionales y de turistas que fueron testigos de lo que realmente sucedió y que contrarrestan el relato oficial, que defiende la actuación policial como proporcionada y afirma que los agredidos han sido los policías.
Algunos ciudadanos mostraron su apoyo al gobierno y la policía concentrándose en las puertas de los cuarteles desde donde partían los agentes, ondeando banderas de España. También las principales ciudades de España han sido escenario de actos más o menos multitudinarios que reivindicaban la españolidad de Cataluña.
Cierto es que parte de la ciudadanía catalana tampoco considera legítimo el referéndum y que preferiría gestos por ambas partes para negociar una salida bilateral al conflicto. El gobierno español no ha mostrado ninguna disposición a negociar nada que implique la separación de Cataluña de España. El gobierno catalán, por su parte, ha decidido apoyarse en la mayoría parlamentaria de la que goza para forzar la maquinaria hasta el final y realizar este pulso simbólico con el Estado. Aunque ha sido siempre consciente de las dificultades para ofrecer una consulta con todas las garantías, ha conseguido sin duda elevar al plano internacional el conflicto y ganar todavía más adeptos a una consulta en Cataluña. Así, el alto comisionado de la ONU para los Derechos Humanos ha pedido que se investigue la violencia policial del domingo mientras el presidente catalán, Carles Puigdemont, ha anunciado que el proceso de desconexión de Cataluña respecto a España es irreversible.
Hoy, mientras la huelga general contra la violencia policial ha sacado a miles de personas a las calles de Cataluña en enormes manifestaciones, el rey Felipe VI se dirigió a la ciudadanía para reafirmar que el único marco posible es la Constitución. El monarca siguió el guion del gobierno acusando de desleal al gobierno catalán. No hizo ninguna alusión al diálogo y, posiblemente, no haya convencido a los catalanes, que cada vez más se muestran ya no despreciados, sino atacados por el Estado.
España debería haber aprendido de las experiencias de Quebec y Escocia, pactando un referéndum con Cataluña. En ambos casos, los ciudadanos rechazaron la independencia, pero nadie pudo acusar a los Estados de no escuchar a sus ciudadanos. Debe ser capaz de ofrecer soluciones y descartar abiertamente el envío de tropas o la suspensión de los autogobiernos autonómicos. Urge una reforma constitucional a muchos niveles que actualice el diseño del Estado, en una sociedad que cambia muy rápidamente. Y el conflicto con Cataluña acaba de poner este reto sobre la mesa. Tanto algunas voces del PSOE como Podemos y la mayoría de partidos ya lo han pedido.
España tiene un gran problema, y este es ella misma: o lo afronta con valentía y con humildad, empieza a escuchar y abandona su arrogancia y su inmovilismo, o perderá una oportunidad histórica que quizá no tenga ya marcha atrás.

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